9 de febrero de 2011
Luis Miguel Nava Vázquez
Las garras de la crueldad la tenían presa en un mundo basto de sufrimiento, sus ojos se teñían de pánico en cada renacer de la fresca mañana, su inocencia se difuminaba en cada jornada estudiantil y su semblante de pureza huía en cada lágrima que el sol derrochaba.
Mi pequeña y frágil princesa de apenas quince años, perdía el sentido divino de la juventud. Mi linda Catherine se encontraba atrapada en un impío acoso sexual, la soledad que esto le causaba nublaba el sentido de su etapa vital, llevándola a un despiadado alejamiento de sus semejantes y a una depresión digna del llanto.
Por las noches, solía acostarse en su recámara observando las estrellas que entintaban de tristeza su persona, en cada luna sus lágrimas resecaban su tersa piel, su feminidad ya no tenía sentido alguno, su torneado cuerpo quinceañero adelgazaba notablemente al son de los días, las fases lunares perdían su belleza y un nuevo mundo de sombras, se abría paso por este insensato acoso. Mi chiquilla simplemente quería desaparecer, tras cuarenta días de martirio y sufrimiento.
Su profesor de literatura, era culpable de este trago amargo que mi hija digería en cada clase, al sólo recordarlo me embarga un titánico enojo, me llena de rabia saber que únicamente esté tras las rejas, ¡quisiera matarlo y desaparecerlo de esta vida!, porque sus hechos no tienen perdón de Dios. Aunque así no curaría la pérdida de mi hermosa muñequita. Con inaplazable tristeza sostengo entre mis trémulas manos su diario personal que la veía sufrir, tras narrar su consternación hora tras hora. Este amargo recuerdo me envía a un inframundo de ansiedad y trastornos, el tan sólo pensar lo que ese terrible ser ocasionaba a mi pequeña, me insta a seguir de pie en la pasajera vida. Un cierto sentido de culpa me enloquece, porque pude haber evitado esta catástrofe, yo nada más quería trabajar sin cansancio para darle todo a mi pequeña, dejando pasar por alto la comunicación entre padre e hija.
Por las mañanas, acostumbraba ver cómo resplandecían los dos grandes solecitos que formaban sus lindos ojos, por las noches solía admirar una puesta solar tan sublime como la definición de la belleza, mas hoy, me remuerde la consciencia en los hilos más sensibles de mi ser, porque perder un hijo, es extraviar el sentido de vivir, significa perder lo más sagrado que el Señor te pudo haber brindado… sencillamente olvidé la razón de mi existencia.
En una cálida tarde de verano, cuando una vez más las lágrimas del sol bañaban de pureza a mi Iguala querida, con avaricia de ver a la razón de mi vida, entré en su recámara para brindarle un gran beso y una tierna sonrisa dadora de vida, encontrando con gran estupor su cadáver en una alfombra de desconsuelos, donde todavía brotaban algunas últimas gotas de sangre. Aquellos soles tan magníficos perdieron su luz por toda la eternidad, su piel tersa estaba pálida como un alcatraz, sus cabellos de oro estaban alborotados y flotando en un lago de sangre, sus muñecas de porcelana perdieron su perfección refulgente, y mi vida… ¡mi vida se partió en pedazos!
Con gran dolor, aprendí que ser padre trasciende la mera rutina hogareña, va más allá que procurar alimentos y vestido a los hijos. Ser padre es una incógnita donde la perfección nunca será lograda, significa luchar con perseverancia en busca de ella. Y tú, ¿qué harás ahora? Escríbanme: redes_mya@hotmail.com